dimecres, 12 d’octubre del 2011

VIII


Cuando acabé de leer la carta que me dejó Assumpció, resumiéndome los peores años de su vida,  lo primero que hice fue sacar mi teléfono del bolsillo de mi abrigo y lanzarlo con todas mis fuerzas al vacío, a la ciudad de Barcelona que segundo a segundo se iba activando a mis pies desde el mirador del parque de atracciones del Tibidabo. Golpeándose contra las rocas y separándose en mil pedazos, junto a él se rompió también en millones de piezas todo contacto que tenía con la gente que me rodeaba e importaba. Caminando como un cuerpo sin vida, sin ningún pensamiento rondándome la cabeza y actuando por puro instinto sin pensar en la repercusión de mis actos, me dirigí de nuevo a casa. Ignoraba a la gente que corría por las calles, y ellos me ignoraban a mí, excepto cuando por culpa de mi aturdimiento una persona distraída tropezaba conmigo, entonces el único que ignoraba a alguien era yo.
No me sorprendió encontrar mi casa vacía, y lo agradecí. ¿Cómo sino podría haber explicado por qué salía de casa con una maleta en la que llevaba toda mi ropa?
Llegué al aeropuerto pasadas las doce del mediodía, poco me importaba qué hora era. Me planté en la cola para sacar los billetes de última hora. ¿El destino? Aún no lo sabía. Quería un sitio que no estuviera lejos, pero lo suficiente para que no me pudieran encontrar. Avanzaba en la cola gracias a una pareja que me daba golpecitos en la espalda cada vez que al menos un metro me separaba de quien se posicionaba delante de mí. Varias veces les oí murmurar algo acerca de mí, y todas y cada una de las veces ignoraba sus comentarios, para variar. Cuando llegó mi turno todavía no había escogido destino, así que le pregunté a la mujer del mostrador qué destinos en Europa estaban disponibles, que no fueran demasiado caros y se hablara inglés con fluidez. El primero que me sugirió fue Londres, pero lo rechacé porque sería una de las principales ciudades donde irían a buscarme en cuanto supieran que había abandonado el país. Fue nombrando ciudades y todas las fui rechazando, hasta que se me encendió la bombilla y pregunté por Praga. Consultó su ordenador y me confirmó un asiento en el próximo vuelo, cuatro horas después. Con una sonrisa me dijo que era algo más caro que los demás que fue mencionando, pero ladeando la cabeza a modo de negación le di a entender que poco me importaba el precio del billete. Miré el reloj metalizado que colgaba de la pared detrás de la chica con rasgos finos y labios de apariencia cálida y me perdí en el movimiento de las agujas hasta que ella tosió, reclamando su atención. Volví a dirigir la vista hacia sus ojos castaños y asentí con la cabeza, tendiéndole con mi mano temblorosa mi documento de identidad y mi tarjeta de crédito. Volví a perderme en las agujas del reloj ignorando también el precio del pasaje de avión.

Los primeros días en Praga fueron complicados. Cuando llegué a esa gran ciudad gótica no supe muy bien adónde dirigirme. Opté por acudir a la oficina de turismo y preguntar por un hostal o albergue asequible para pasar el primer mes. De momento, hasta encontrar algo con qué ganarme la vida en aquella ciudad que tan desconocida era para mí, iba a ir viviendo gracias a la beca universitaria de tres mil euros. Allí, tras consultar con diferentes guías de la ciudad i páginas en Internet, me sugirieron un modesto albergue en la calle Drtinova, al otro lado del río, donde podía hospedarme por poco más de setecientas míseras coronas.
Pegado a la calzada de la calle Bikova alcé la mano cuando al fin un taxi se dignó a recorrer la calle. El conductor era un hombre ya viejo, con una calvicie pronunciada que intentaba disimular sin éxito con una boina de color magenta y una barba que le llegaba hasta el pecho. Dije el nombre de la calle, impronunciable para mí, y a través del retrovisor me observó alzando una ceja. Obviamente, no había entendido el nombre de la calle donde estaba el albergue. Tras intentar que me entendiera no menos de siete veces, hablando cada vez más lento y tratando de ajustarme más a su idioma, decidí escribirle en un bloc de notas que llevaba en la maleta el nombre de la calle. Cuando le tendí el papel se le iluminó la mirada y me sonrió, dijo un par de frases en Checo y al fin arrancó para llevarme hacia lo que sería mi hogar por unas semanas.
No me sorprendió el estado del albergue. Cabe decir que se veía un sitio pulcro, pero parecía que en cualquier momento la pintura fuera a escarcharse, precipitándose junto a pedazos de yeso. Afortunadamente, el recepcionista, un hombre de treintaytantos con los ojos más claros que en la vida he visto, hablaba un inglés inteligible a mis oídos. Hice el check-in en el albergue sin haber tratado ningún día de salida. Acto seguido se ofreció para acompañarme a mi cuarto y enseñarme las instalaciones mi nuevo hogar. Subimos por unas escaleras, cuyo ascenso por las mismas podría considerarse un deporte de alto riesgo, y recorrimos un angosto pasillo que quedaba partido en forma de cruz por uno que lo cruzaba, donde se hallaban las duchas y aseos. Cruzamos el umbral de la habitación número dieciocho y me encontré con una habitación estrecha, con una ventana justo enfrente de la puerta con dos camas a cada lado. Entre éstas y bajo la ventana había una mesita de noche con tres cajones y una lámpara que se encendía con el interruptor que estaba junto a la puerta. A los pies de una de las camas había un armario de madera de roble y frente a él, a los pies de la otra cama, un lavamanos con un espejo poco más grande que mi rostro. Sonreí ante lo que iba a ser mi nueva habitación deposité la maleta sobre la cama que no iba a utilizar.
—Ha tenido usted suerte, es la única habitación que nos quedaba libre —me dijo el recepcionista a mi espalda con una sonrisa desdentada. Sonreí y salí de nuevo al pasillo.
Bajé las escaleras con extremo cuidado, temiendo que cada uno de los crujidos que profería cada peldaño fuese a más y me precipitara al vacío gracias al trabajo de la carcoma.
En la planta baja, además de la recepción y una pequeña sala de estar con una estantería repleta de libros cuya única función era acumular polvo, había una chimenea que mantenía el ambiente candente. Fue entonces cuando reparé en el manto de nieve del exterior y un escalofrío recorrió mi cuerpo, recordando aquel hombre de rasgos finos y hermosos con dos ojos tan espeluznantes y misteriosos como lo son los agujeros negros.
De la recepción partía un pasillo de las misma dimensiones del que se encontraba justo encima suyo. Al fondo, justo debajo de mi habitación había un arco de madera que servía de entrada a la sala de estar grande. Había tres sofás que se cerraban creando un cuadrado frente a una mesita de café y un televisor de al menos cuarenta pulgadas que colgaba de la pared. En la pared opuesta, un escritorio de madera a juego con las paredes y suelo del hotel sostenía cuatro ordenadores con dos sillas de oficina para cada uno de ellos. Entre una pared y otra, había una mesa con ocho sillas de la misma madera que le daba ese encanto especial al albergue. Al lado del largo escritorio había una puerta que me recordaba a las del oeste que daba paso a la cocina, la más amplia que he visto jamás, con una mesa para cuatro comensales.
Sonreí con satisfacción, del mismo modo que sonreí en cuando acabaron de enseñarme la habitación, contento con la nueva etapa en la que me adentraba.
Me despedí del recepcionista dándole un billete de cincuenta coronas y me dirigí a mi estudio con una sonrisa de oreja a oreja, ignorando a las personas que había dejado en Barcelona.

dijous, 23 de juny del 2011

VII



Estuve mirando viejas fotografías de la fallecida Assumpció hasta que me sorprendió el Sol filtrándose tímidamente por las ventanas. Cerré el viejo álbum de fotos y lo coloqué en una estantería donde había una colección de otros tantos, más antiguos todavía. Con el álbum empujé algo que había escondido tras libros y revistas y que cayó al otro lado de la estantería, una especie de caja de chapa, como la de las galletas de mantequilla donde suelen guardarse, una vez se acaban, agujas y alfileres. Empujé la estantería hacia delante y asomé la cabeza entre ésta y la pared. En el suelo había una caja de chapa cuadrada medio oxidada, de color ocre. Alargué el brazo y la cogí. La puse sobre la mesa del comedor, sobre la que había una fina capa de cenizas y la abrí. Dentro había decenas de tarjetas de Swallen Trown con el fondo negro, igual que la del ramo de girasoles. Las saqué todas y las miré con detenimiento. Eran todas exactamente iguales en tamaño, forma y color, ni una sola diferencia. La única excepción era una tarjeta, que estaba ya algo desgastada y que parecía ser más antigua, de fondo blanco, igual que la que recibí yo dos años atrás. Metí de nuevo las tarjetas en la caja de metal y entonces vi a mi padre, observándome desde el rellano. Le sonreí, me devolvió la sonrisa y entró, observando las cenizas de la chimenea.
—Tu madre me ha contado esa historia tan retorcida que le explicaste anoche, al llegar del hospital —le miré, me hablaba serio mientras con una barra de acero removía las cenizas—. Ella no te cree, pero yo sí te creo —le miré atónito, pensando que me estaría tomando el pelo. Estaba serio y se le veía triste. Sacó del bolsillo de su abrigo un sobre donde había escrito mi nombre y me lo tendió—. La noche en la que te hallamos aquí inconsciente vino Assumpció horas antes preguntando por ti, se la veía asustada y nerviosa, quería hablar contigo cuanto antes. Tu madre y yo no la dejamos pasar, tú dormías y ella estaba haciendo la cena. Desde que perdió a su hija todos los vecinos del edificio creen que perdió la cabeza, que se volvió loca, incluso tu madre llegó a pensarlo, por eso se desinteresó y se metió en la cama. Me miró a los ojos y pude leer el miedo en sus pupilas. Le supliqué que se marchara, que si necesitaba hablar contigo viniera mañana. Ella me dijo que no le quedaba tiempo, y entonces me dio este mismo sobre que yo te he dado. Me dijo que no lo leyera.
—Pero tú lo has leído.
—Así es, por eso es por lo que te creo —podía leer sinceridad en el rostro de mi padre, sinceridad y preocupación por todo lo que se avecinaba—. Ten mucho cuidado, Jordi. Aléjate todo cuanto puedas de Swallen Trown.
—Él me seguirá de cerca por mucho que yo corra —mi padre suspiró y me puso una mano sobre el hombro.
—Lo sé…
Me abrazó con fuerza, temiendo que esa mañana fuera la última de su vida, y se marchó a trabajar.

Pasaban las ocho de la mañana cuando cogí el funicular del Tibidabo. La nieve de la gran nevada que tanto nos sorprendió ya se había fundido y se preveía un día soleado, aunque bastante frío. Cuando llegué a la cima de la montaña del Tibidabo, a los pies de la iglesia del Sagrado Corazón, me acerqué al mirador para sentarme con los pies colgando sobre la ciudad que comenzaba a activarse ya a las nueve de la mañana.
Me saqué la carta del bolsillo del abrigo de paño y comencé a leer.

Hola Jordi. Supongo te parecerá extraño todo lo que te voy a contar de golpe. Quise habértelo explicado hace años, desde que me di cuenta de que Swallen Trown iba también tras de ti, pero fueron pasando los años y yo seguía esperando a que crecieras un poco más para podértelo explicar. Ahora el tiempo se ha acabado, no sabía que corría en una carrera contrarreloj hasta que comencé a recibir las tarjetas negras. Esta noche he recibido una, y temo que será la última, así que he decidido acabar con todo recuerdo que tenga sobre él.
Conocí a Swallen Trown en abril de 1958. Yo tenía diecinueve años, como tú, y acababa de prometerme con Josep Antoni. Una tarde estaba en el Park Güell, esperándole en el bosque de columnas, cuando una silueta me llamó la atención en el otro extremo del patio. Era un hombre extraño, más por su atuendo que por otra cosa. Vestía una toga con capucha que le cubría todo el cuerpo. Me miraba y bajo su nariz se adivinaba una sonrisa felina, enseñando sus colmillos, los más blancos que jamás en la vida he visto. Su mirada y sonrisa me intimidaban, y con disimulo fui alejándome. Estábamos los dos solos, en esa época eran pocos los que se aventuraban a adentrarse al Park Güell debido a cuentos de fantasmas y maldiciones, lo que lo convertía en un sitio ideal para encuentros de parejas. Cuando volví a dirigir la mirada hacia aquel extraño individuo ya no estaba, y yo me relajé, pero entonces oí su voz a mi espalda.
—Hola, señorita Assumpció —me giré y me lo encontré de frente. Sus ojos negros como el rincón más oscuro del universo miraban fijamente los míos. Era de tez pálida como la cal y fría como el mármol—. Siento haberla asustado.
—¿Quién es usted? —dije asustada y dando un paso atrás.
—Disculpe, no me he presentado —me contestó mientras se retiraba la capucha. Tenía el pelo tan oscuro como sus ojos y peinado hacia atrás. Así, con la cabeza descubierta, me parecía una persona realmente hermosa, lo que me ayudó a relajarme—. Me llamo Swallen Trown, mucho gusto —me cogió la mano y me besó en el dorso. El contacto de sus labios helados como el mármol me erizó el vello de todo el cuerpo y me excitó levemente. Luego me miró a los ojos y me sonrió, enamorándome perdidamente en aquel mismo instante.
Durante cerca de tres años, aún habiéndome casado, continué viéndome a escondidas con aquel extraño y hermoso hombre, tan diferente a como es ahora. En cuanto me dieron la noticia de mi embarazo decidí cortar la relación con Swallen Trown. No te asustes, Jordi, Nuria era hija de Josep Antoni, no llegué a yacer con Swallen. Según me dijo, estaba maldito de por vida, pero a mí me pareció que le daban miedo las mujeres por lo tenso que se ponía cada vez que le besaba.
Cuando le di la noticia sus ojos se tornaron más oscuros todavía, misteriosos, y sus rostros se llenó de ira. El día en que di a luz a Nuria, en 1962, recibí un ramo de girasoles secos con una tarjeta igual que la que me entregó el día que se presentó, pero la nueva tenía el fondo negro en lugar de blanco. Lo que no sabía es que con esa tarjeta me presentaba también mi sentencia de muerte. No le di mucha importancia, hasta que recibí una el mismo día en que misteriosamente murió mi marido tras haber sido demolido el edificio donde estaban las oficinas de comunicación donde trabajaba. Ese día recibí una tarjeta igual que la del día que nació Nuria, y entonces deduje que ya había comenzado a morir en cuanto mi hija salió de mis entrañas.
El 24 de Agosto de 1974, recibí ocho tarjetas negras y ya supe que mis padres y hermanos iban a morir. Cogieron ese día un avión en Barcelona con destino Roma, pero el avión nunca llegó a su destino. Nunca se llegó a conocer el motivo por el que se estrelló en las aguas del mediterráneo.
Cada dos años, ocurría algún accidente que acababa con la vida de todos cuantos me rodeaban, ya fueran amigos o familiares. Para cuando quise romper la relación con todos mis seres queridos ya era demasiado tarde, pues en 1992 murieron los únicos amigos que me quedaban cuando su coche se precipitó al vacío en la carretera que va de Roses a Cadaqués. Ese día ya pude contar dieciocho tarjetas negras, pero sabía todavía me faltaban dos más por recibir.
Tras la muerte de mis dos últimos amigos quise romper mi relación con Nuria para así intentar librarle de una muerte segura, pero no Swallen Trown supo lo que pretendía, y que por mucho que se distancien una madre y una hija siguen amándose.
El 15 de Octubre de 1994 un incendio acabó con el colegio San Gabriel de Barcelona y la vida de mi hija, Nuria, y Francesc, de seis años. Se rindió un homenaje en una plaza no muy lejos del colegio, y fue allí cuando te vi por primera vez. Algo en ti me llamó la atención, supe que no eras un niño corriente, que eras especial y diferente a los demás niños. Pronto me di cuenta de qué te hacía destacar, y fue cuando vi a Swallen Trown a pocos metros de ti, observándote sin parpadear. Habían pasado más de treinta años y no había cambiado en nada, de modo que si me cabía alguna duda de que podía tratarse del Diablo, se desvaneció por completo. Alzó la mirada de tu nuca y me miró, se me heló la sangre al ver de nuevo esos ojos color azabache mirándome, y me desmayé en cuanto me sonrió.

Desde ese día he ido siguiendo tu rastro y el de los que te rodean. Por el momento ellos están bien, y lo seguirán estando a menos que pongas en tu contra a Swallen Trown.
Ten mucho cuidado, Jordi. Espero que la historia de mi vida te haga pensar y meditar sobre tu relación con él. Piensa en ti, Jordi, pero también piensa en la gente que quieres; piensa en tus padres, en tu abuela, en tu hermana… piensa en tu novia.
Yo me despido ya, por última vez si lees esta carta.
Sé astuto, Jordi, solo así podrás vencerle.

Assumpció Esteve de Grau.

Acabé de leer la carta con lágrimas en los ojos y sabiendo que, desde alguna parte de la ciudad, Swallen Trown estaba mirándome ahora, como me había mirado desde aquella primera vez en el banco del colegio San Gabriel.

dimecres, 22 de juny del 2011

VI



Lo sucedido a Assumpció en el hospital nos dejó a todos conmocionados, aunque a los demás más que a mí. Jessica, la enfermera que me atendió cuando salí desesperado de la habitación de mi vecina, ignoró el nombre que yo no dejaba de repetir, pues lo atribuyó al shock tras ver lo ocurrido. A todos les extrañó la pulcritud de la escena, ni la cama ni el cadáver tenían una sola marca que sirviera de pista para dar con el asesino de tal atrocidad.
Regresé a casa el día siguiente, no me vieron lo suficiente afectado como para hacerme permanecer más días ingresado; aunque sí lo estaba, pero necesitaba descubrir el vínculo que había entre Assumpció y su asesino. Cuando llegué a casa lo primero que hice fue asomarme a la ventana desde la que había visto a Swallen Trown la otra noche bajo una farola, observándome. En el parquet, bajo la ventana, todavía estaba húmeda la zona donde hubo el charco de hielo sobre el que me desperté después de perder el conocimiento. Fui a mi habitación a dejar la bolsa en la que había mi pijama que había cogido mi madre para mi corta estancia en el hospital. Me senté en la cama y me quedé mirando a la nada, con la mirada perdida y la mente en blanco. No sé cuánto tiempo estuve así de ausente, hasta que mi madre se puso frente a mí, de rodillas y con su mano sobre la mía. Fue entonces cuando me di cuenta de que estaba llorando, y ella también lloraba. La miré a los ojos, ella parecía evitar llorar, siempre había aparentado ser de dura coraza, pero este tipo de cosas no se las podía tragar, sino acabarían comiéndosela a ella.
—Mama, yo… lo siento —mi madre negó con la cabeza y me puso el dedo índice sobre los labios, haciéndome callar.
—Tú no has hecho nada, Jordi. Tú simplemente la encontraste, nada más —ahora negué yo. Me sorbí los mocos, y mientras lloraba le conté todo lo vivido la noche anterior. Ella me miraba incrédula. Me escuchaba, pero no me creía, así que dejé de contarle lo que sucedió con Swallen Trown, era inútil perder el tiempo—. Cariño, será mejor que descanses —me dijo mientras me secaba las lágrimas de las mejillas—. Es muy duro lo que le ha pasado a Assumpció, pero no podemos hacer nada, y menos derrumbarnos —me dio un beso en la frente y me ayudó a estirarme en la cama, después me quitó los zapatos y se fue, dejándome llorando y desahogándome en la oscuridad.

Me desperté rasgando con un grito la calma de la noche, empapado de sudor y con el vello de todo el cuerpo erizado. Miré el reloj y vi que eran casi las tres de la mañana. Me senté en la cama y suspiré, todavía pensando en el cadáver de mi vecina. Me puse los zapatos que horas antes mi madre me quitó y salí al rellano dónde se encontraba mi puerta con la de Assumpció. Empujé con suavidad la puerta de mi vecina y contemplé la luz de la oscuridad que se filtraba por entre las cortinas. En el suelo seguían los viejos álbumes que estaba quemando pocas noches antes y en la chimenea no quedaban más que cenizas. Me senté frente a la chimenea y estudié las viejas fotografías que se libraron de las llamas. En todas ellas aparecía una familia de un padre, una madre (Assumpció) y una hija. Seguí avanzando y comprobé que las fotografías estaban ordenadas cronológicamente. Al llegar al año 1989 ya solo aparecían en los retratos la madre y la hija, a las que les había cambiado la mirada. Adiviné que haría poco tiempo que había muerto el padre, cuyo nombre nunca llegué a conocer. A medida que avanzaban los años sus miradas se entristecían y su relación se veía más distante a través de las imágenes. Las fotografías se acabaron en octubre de 1994, y tras esa fecha nada más que había recortes de periódicos. El primero de ellos era el de la demolición de un edificio de oficinas en Poblenou, donde fue hallado el cadáver de Josep Antoni Amorós i Poch. En el artículo había una fotografía y comprobé que se trataba del marido de mi vecina que murió tras múltiples amenazas de muerte. El siguiente artículo era el de un accidente aéreo, y en la lista de los ochenticuatro fallecidos había subrayados siete nombres, cuyos apellidos coincidían. Comencé a darme cuenta, artículo tras artículo, de que la mayor parte de la familia de Assumpció fue muriendo por circunstancias de la vida. De nuevo en 1994 un artículo me heló la sangre: un fatal incendio en el colegio San Gabriel de Barcelona acaba con la vida de un alumno de seis años, Francesc Miralles, y de una profesora, Nuria Amorós. Había incluidas dos fotografías, una de cada uno de los fallecidos, y se trataban de el niño al que llegué a odiar por tirarme arena a la cara y de la profesora que tan injustamente me castigó en el banco marginal, donde tuve contacto por primera vez con Swallen Trown.
—¿Estás enfadado, Jordi?
—Sí, mucho.
—No te preocupes, todo se arreglará.
La corta conversación que tuve con él dieciséis años atrás me invadió la mente hasta el punto que me hizo delirar y creer estar de nuevo sentado en aquel banco, junto al enemigo de mi vecina y toda su familia.

diumenge, 19 de juny del 2011

V



El vértigo de la caída en el sueño me hizo despertar de golpe, creyendo que volvía a repetirse la escena de dos años atrás. Apenas fuimos trece las personas que sobrevivimos al accidente, aunque todos opinaban que eran demasiadas dada la magnitud de la catástrofe. El vagón del tren en el que me encontraba fue el único que, gracias a las rocas y los vagones que estaban por debajo de nosotros, no se hundió en las profundidades del mar, por eso sobrevivimos los que no tuvimos lesiones que nos quitaran la vida.
Me sentí incómodo en la cama, al otro lado de la ventana las luces de la ciudad bajo un manto de oscuridad titilaban y anunciaban la calma en la que Barcelona se veía sumida. Era ya la segunda noche que pasaba en el hospital y ya vieron adecuado darme el alta, pero para dormir en casa tenía que esperar a la noche siguiente. Me levanté de la cama y noté las piernas resentidas de estar tanto tiempo sin moverse. Salí de la habitación y recorrí el pasillo del hospital buscando la habitación de Assumpció, mi vecina. En la cuarta puerta que me asomé encontré a la anciana estirada en la cama y conectada a una máquina que respiraba por ella. Me acerqué a su lado y le acaricié el dorso de la mano donde no tenía inyectado el suero. Al notar el tacto cálido en su gélida mano le temblaron los párpados, supo que me encontraba allí con ella y giró la mano, dejando hacia arriba la palma, así que le cogí la mano como muestra de afecto. Cuando me fijé más detenidamente en su aspecto me sorprendió cómo se veía. Parecía haber envejecido veinte años en los dos días que siguieron al accidente en su piso. Una larga cabellera blanca como la cal e increíblemente lisa le llegaba hasta la altura de la cintura, y me pareció sorprendente la facilidad que tenía para disimularla en un diminuto moño. Miré a mi alrededor, estudiando la habitación, y no había absolutamente nada que anunciara la visita de algún familiar o amigo. Solamente había un ramo de girasoles secos sobre la mesita auxiliar envueltos en papel pinocho gris, demasiado apagado para un ramo que debía haber sido muy hermoso.
—¡No vea el ramo que le han traído, señora Assumpció!—le dije, sabiendo que no me contestaría pero que me escuchaba—. Lástima que se haya mustiado tan pronto, porque tiene pinta de haber sido precioso —su expresión se tiñó de duda, con el ceño fruncido. Me fijé entonces en un sobre que había entre las flores—. Hay una carta, ¿quiere que se la lea y le diga de quién es? —Assumpció alzó las cejas con curiosidad, lo que me dio a entender que sí quería que lo comprobara. Le solté la mano delicadamente y cogí el sobre, no más grande de diez centímetros de longitud. Tenía un lacre de cera negra con la forma de una especie de herradura (o eso me pareció a mí). Cogí el sobre y lo abrí despegando el lacre. Saqué lo que había en el interior, una tarjeta, y lo que vi me horrorizó: una tarjeta rectangular con el pictograma de un caballo alado, igual que la que apareció en mi bolsillo el día del accidente de tren. La única diferencia era que los colores estaban invertidos, el fondo de ésta era negro y el pictograma blanco. Le di la vuelta y en el dorso había escrito el nombre más siniestro que me perseguía durante años: Swallen Trown —Disculpe, pero está vacío el sobre, no hay nada. Igual venía incluido en el ramo y no se dieron cuenta—. Cuando dirigí de nuevo la vista hacia Assumpció me sorprendió con los ojos abiertos, llenos de terror, como si estuviera presenciando la peor de sus pesadillas. Me miraba fijamente y sin parpadear en dirección a mi vientre, entonces entendí que no me miraba a mí, sino a algo que había a mi espalda. Me di media vuelta, aterrado, y en el umbral de la puerta estaba él, Swallen Trown, mirándonos con ira. Me sobresalté y para cuando quise gritar, ya hube perdido el conocimiento tras ver su rostro de pronto, a escasos centímetros de mi cara, escrutándome el alma a través de mis ojos.

Recuperé la consciencia arropado en la cama, con la ciudad todavía durmiendo a los pies del hospital. Me levanté sin pensarlo y corrí descalzo hacia la habitación de Assumpció. Llegué alterado, y cada vez más nervioso a medida que me acercaba a su puerta, pero me tranquilicé al ver que todo seguía como antes. Ella, tendida hacia arriba y conectada al aparato de respiración asistida. Di media vuelta para volver hacia mi habitación, pero me acerqué de nuevo a mi vecina, alarmado, porque algo no encajaba. Revisé que todo estuviera correcto, tal y como estaba cuando había ido un rato antes. No parecía que nada hubiera cambiado, hasta que bajé la mirada a los pies de la cama. Lo que vi allí me dio náuseas y no pude evitar salir corriendo, sin parar de llorar y pedir ayuda desgarrándome la garganta por los gritos. Una enfermera joven y sin experiencia aparente me agarró y me sacudió suavemente, queriéndome tranquilizar. Yo no podía parar de llorar, así que señalé en dirección a la puerta donde estaba ingresada mi vecina. La enferma fue sin pensárselo dos veces, y pasados cinco segundos en el interior de la habitación, oí cómo gritaba y tiraba al suelo sin querer el palo del suero. Salió corriendo también, sin creerse lo que le había pasado a la paciente, y se arrodilló frente a mí. Me preguntó qué había ocurrido, cómo era posible que el cuerpo de Assumpció estuviera boca abajo, dado la vuelta, y la cabeza boca arriba. Me miraba estupefacta, esperando una respuesta, y yo solo pude decir un nombre, Swallen Trown.

dimarts, 14 de juny del 2011

IV



Contemplaba mi reflejo en la oscuridad que reinaba al otro lado de la ventana del tren. Estaba muy nervioso, tanto que parecía notar una mano estrujándome el estómago, como si de una esponja se tratara. El tren salió por fin al exterior del túnel de la estación de Barcelona Sants y en el cielo brillaba el Sol intensamente, anunciando un caluroso día de Agosto. Apoyé la cabeza en el cristal, queriéndome relajar, y me dejé hipnotizar por el vaivén del vagón deslizándose por la vía.

Unos ojos negros me observaban en la distancia, como dos agujeros negros dispuestos a absorber cualquier alma que se propusiera. Esos ojos temibles se fueron a alejarse, perdiéndose en la oscuridad que nos envolvía. De pronto, la oscuridad comenzó a tomar forma; primero aparecieron unas columnas redondas de hormigón que se distribuían en círculo a mí alrededor, sosteniendo una cúpula también de hormigón. Enfrente de mí se dibujó con corredor de cipreses descuidados i al final, tras el último muro del laberinto, se erguía una torre blanca octogonal con un pequeño mirador a lo alto. Quise acercarme, pero por cada paso que daba, el pasillo de arbustos y cipreses se alargaba dos metros. Comencé a correr, desesperado, hasta quedarme sin aliento y el corredor se extendió tanto que no alcanzaba a ver el otro extremo, ni siquiera la torre era ya visible. Una niebla densa se fue acercando desde el fondo hasta llegar a alcanzarme, dejando el ambiente apagado y en penumbra. No era una niebla húmeda, pero sí era muy fría. Las ramas de los cipreses se comenzaron a agitar, empujados por una fuerte corriente de aire que soplaba en mi dirección y, a ambos lados, se abrieron dos corredores más. Me adentré en el que me quedaba a mano izquierda, pero no tardé en parar de caminar. Al fondo del pasillo se divisaba una silueta negra, aunque más negros eran sus ojos furiosos que me observaban. Comencé a retroceder, pero la sombra se acercaba más rápido. Finalmente comencé a correr, dándole la espalda, y giré a la izquierda en dirección a la torre, que de nuevo se alzaba al otro lado de los cipreses. Al llegar a la entrada, exhausto, me volteé para comprobar que no me siguiera el espectro. Todo estaba ahora verde y tranquilo, sin rastro de la niebla que por unos minutos acechó. Di un paso atrás, para dirigirme a la torre, pero entonces noté sus fríos y afilados dedos acariciar mi mejilla.

          Me desperté de golpe por un movimiento brusco en el convoy y me sorprendió lo rápido que iba el tren. Miré al exterior y vi alejarse el pueblo de Castelldefels. Ya quedaban pocos minutos para llegar a Cunit y reunirme con Cristina. Tenía tan solo 17 años, pero estaba completamente convencido del amor que sentía por ella. El tren fue tomando velocidad a la entrada de los túneles del Garraf, y hasta cogí miedo, igual que los demás pasajeros del tren. Se veían alarmados, algunos incluso con lágrimas en los ojos. Me asomé a la ventana y me sobrecogí al ver que habíamos invadido la vía contraria, íbamos, como quién dice, en contra dirección. Yo también me alarmé, y caminé desde la cola hasta la cabeza del tren, como tantos otros pasajeros hacían. Un pasajero me avisó de que se me cayó un papel al suelo. Di media vuelta, extrañado, y un chico de no más de treinta años me tendió una extraña tarjeta blanca con un pictograma de un caballo alado de perfil, con las piernas delanteras levantadas. Esa tarjeta no la había visto en mi vida, y me quedé dubitativo. El claxon de un tren me hizo volver a la realidad, dejando de lado el intentar averiguar el origen de tal tarjeta. Al sonido del claxon le siguió el ruido que hacen las ruedas de los trenes en una parada de emergencia, sin embargo el tren en el que me encontraba no frenó en ningún momento, solamente aumentaba la velocidad. El claxon, continúo, se aproximaba cada vez más, hasta que lo eclipsó el estruendo que provocó la colisión frontal entre los dos trenes. Primero salimos todos propulsados hacia delante, y luego el vagón se alzó y se torció hacia la izquierda, cayendo al vacío en las aguas del Mediterráneo.

dissabte, 4 de juny del 2011

III



Desperté tendido sobre un charco de agua, por el deshielo de la nieve que se coló por la ventana supuse. Me incorporé y un pinchazo atacó el interior de mi cabeza. Notaba el cuerpo totalmente resentido, tal y como si el día anterior hubiera corrido la más larga de las maratones, y tenía la boca espesa y seca. Me llevé una mano a la frente y casi me asusté de lo mucho que me ardía. Un intenso escalofrío recorrió mi cuerpo, desde la cabeza a los pies, y fue entonces cuando me di cuenta de la fiebre que había cogido tras dormir sobre un charco de nieve.
Se me antojó un olor intenso, no supe si a causa de mis delirios, a papel y plástico quemados. Olfateando como un perro descubrí que aquel olor se colaba por debajo de la puerta de entrada. Me levanté de modo demasiado brusco y un nuevo pinchazo, esta vez más intenso, atacó mi cerebro acompañado de un fuerte mareo que me nubló la visión y me hizo perder la estabilidad. Me senté en el sofá como pude y tras respirar hondo unos segundos recuperé la vista y el mareo se desvaneció, aunque el dolor físico y la jaqueca persistían. Me levanté, esta vez con más cuidado, y caminé hacia el recibidor agarrándome allí donde pude. Abrí la puerta de la entrada y salí al rellano, donde el olor a quemado se intensificó y comenzaba a condensarse el humo a mi alrededor.
Inspeccionando el rellano me topé con la puerta de Assumpció, por debajo de la cual salía un humo negro y denso. Golpeé la puerta varias veces, gritando su nombre y pidiendo que me abriera, pero me respondió el silencio. Giré el pomo de la puerta y ésta se abrió, dejando al descubierto un recibidor totalmente entelado de humo. No supe apreciar si hacía frío o calor, pues en el estado en el que me desperté me hacía tener una constante sensación de frío invernal incluso en las temperaturas más elevadas. Instintivamente me dirigí al comedor y allí me encontré a Assumpció, estirada en el suelo en camisón y rodeada de fotografías desgarradas y álbumes vacíos frente a la chimenea, que se agitaba brava. Mi vecina tenía la cara cubierta por una larga melena blanca, pero me di cuenta de que seguía viva tras ver su pecho subir y bajar. Me agaché a su lado e intenté reanimarla, pero fui inútil. El humo, que se condensaba en todo el piso, comenzó a hacerme efecto impidiéndome respirar con normalidad. Recorrí todo el comedor con la mirada buscando un teléfono, pero solamente veía la misma cara de todas las fotos: una chica de no más de treinta años, con el cabello liso y castaño sonriendo a la cámara. Su cara me resultó familiar, y ya comencé a notar como mi cerebro comenzaba a reclamar oxigeno. La visión se me fue nublando y fui perdiendo fuerzas. Miré a la puerta de entrada y un hombre en albornoz y zapatillas, con no demasiado pelo en la cabeza, corrió hacia nosotros. Entonces me desplomé como una masa inerte junto a Assumpció.



Las sábanas estaban empapadas y la humedad era presente en la cama en la que estaba estirado. Notaba cada parte de mi cuerpo igual de mojada que la sábana que me cubría. Intenté abrir los ojos, pero al intentarlo mi cerebro se agitó bruscamente, como si quisiera salir del interior de mi cráneo. Intenté relajarme y, cuando el dolor de cabeza disminuyó —sin dejar de atormentarme—,  reparé en los intensos escalofríos que atacaban mi cuerpo y me hacían temblar sin cesar. También noté las gotas de sudor que se deslizaban a lo ancho de mi cuerpo. Intenté averiguar donde estaba, porque desde luego no estaba tendido sobre el suelo del comedor de mi vecina mientras el humo nos envolvía y amenazaba con quitarnos poco a poco la vida.
Pasaron largos los minutos y el dolor de cabeza, seguido de la sensación de frío invernal, comenzaron a disminuir hasta tal punto que ya apenas lo tenía. Comencé a sentirme realmente incómodo por estar estirado sobre un charco de sudor y una sensación de agobio me invadió. La sábana superior me pesaba y yo era incapaz de quitármela de encima (en realidad era incapaz de levantar cualquiera de mis brazos). Comencé a removerme, tratando así de librarme de ese manto que se me antojaba de acero, y mi brazo se topó con algo, a mi lado derecho, que se apartó para agarrarme el brazo, con la intención de aliviarme y tranquilizarme. Reconocí la tez tibia y suave de mi madre, aunque creo que la reconocí por el leve apretón con el que tantas veces había conseguido calmarme. Gemí, dándole a entender que necesitaba su ayuda para deshacerme de la sensación de incomodidad que me rodeaba. Me mandó callar con suavidad mientras me acariciaba la frente para luego anunciarme que la fiebre me había bajado.
Al fin conseguí abrir la boca e intenté suplicarle que me liberara de las mantas pero, al expulsar el primer soplo de aire, la tos más violenta que jamás he sufrido salió brava del interior de mis pulmones, rasgándome la garganta y haciéndome agonizar. Mi madre se puso tensa y me secó una lágrima que se derramó desde la comisura de uno de mis ojos.
—Has inhalado mucho humo, Jordi —su tono de voz me tranquilizó y realmente me relajó. Asentí y, tras notar la mano de mi madre acariciándome la mejilla, conseguí conciliar el sueño.

La lámpara que colgaba sobre mi cabeza se encendió de pronto y consiguió despertarme al instante. Abrí los ojos y los cerré súbitamente, cegado por la intensa luz blanca. Una mujer con la voz áspera me saludó dándome las buenas tardes. Con una mano eclipsé la trayectoria de la luz y entreabrí los ojos.
—¿Dónde… dónde está mi madre? —mi voz sonaba ronca y me quemaba la garganta, pero no lo suficiente como para poder hablar unos minutos. Necesitaba notar la sensación del agua fría surcar la laringe.
—Ha pasado todo el tiempo a tu lado desde que te ingresaron. Se ha marchado unos minutos a casa para ducharse—la mujer que me hablaba era bajita,  lucía un cabello rojizo demasiado extravagante para su edad y vestía una bata blanca con el logo del Hospital Quirón al lado izquierdo de su pecho. Me removí en la cama, tratando de erguirme, pero la enfermera me sugirió que no lo hiciera.
—¿Qué hora es? —la enfermera suspiró, agobiada, y consultó la hora en un reloj dorado, que no de oro, que lucía alrededor de la mano izquierda.
—Son las seis y media, ya está comenzando a anochecer. Es curioso, pocas veces he visto desde este hospital un anochecer tan anaranjado como el de hoy —dejó las toallas en el armario y se acercó a mi cama, se apoyó con las manos en mi colchón y entonces suspiré yo, queriendo hacerle entender que el agobiado entonces era yo. Giré la vista hacia la ventana, ignorando a la enfermera, y también a mí me sorprendió el cielo. Desde la azotea de mi edificio se podía contemplar prácticamente el mismo horizonte, pero nunca había tenido la oportunidad de ver arder el cielo. Nubes anaranjadas se deslizaban tablas de surf sobre el montículo del Putget, anunciando la llegada del diablo a la ciudad.

dijous, 11 de novembre del 2010

II



No sabía a ciencia cierta dónde me encontraba cuando me desperté por el leve traqueteo causado por el cambio de raíl del tren de cercanías. Apoyé la cabeza hasta más no poder en la ventana del tren y miré al fondo del túnel, teñido de una oscuridad absoluta mancillada de vez en cuando por luces amarillentas que delimitaban el corredor por el que se deslizaba el tren. Pronto se hizo la luz en el exterior y pude contemplar una torre sobre la que se alzaba un afilado tejado. Más adelante, un alto edificio de cristal con el logotipo de Gas Natural. Estaba acercándome a mi destino.
Por primera vez fijé la vista en el cielo y vislumbré unas nubes tenues que amenazaban con desaparecer y dar paso a un día soleado de invierno. Una de las nueve sinfonías de Beethoven dejó de sonar a través del altavoz para dar paso a la voz mecánica que anuncia la siguiente parada. Cerré los ojos y esperé a que el tren se detuviera completamente. Me abotoné el abrigo de paño y me coloqué el sombrero negro, a juego con el abrigo, sobre la cabeza. Antes de levantarme de mi asiento miré al exterior y me pareció ver un copo de nieve cayendo desde lo alto del tejado de estación de Francia. Me puse en pie y, antes de bajarme del tren, eché un vistazo a mi asiento por si olvidaba algo.
Alcé la mirada al cielo mientras me dirigía al exterior de la estación. Prácticamente todos los días tomaba un tren en esa misma estación y todos y cada uno de ellos me sorprendía la gran estructura de hierro y cristal que cubría los andenes. Fijé la vista en un agujero en la marquesina por la que se colaban diminutos copos de nieve que se derretían pocos metros antes de tocar el suelo.
Al salir al vestidor, la gente entraba y salía corriendo de éste resguardándose del frío o buscando un taxi. Yo me enfundé las manos en los bolsillos, escondí todo lo que pude la cara en el abrigo y me encaminé hacia la Vía Layetana, en busca de la parada de metro de Jaume I. En las calles del barrio del Born apenas se movía gente, no llegué a contar más de diez personas en el trayecto desde la estación de Francia. En la iglesia de Santa María del Mar, el padre Josep, el mismo que me dio clases de catequesis antes de hacer la comunión en esa misma iglesia, cerraba sus puertas.
Había pasado todo el fin de semana en Cunit, en casa de Cristina —mi novia— y al parecer debí haberme perdido algo realmente importante, pues las campanas de la catedral de mar hacían sonar las seis de la tarde y todos los comercios ya cerraban, la gente se escondía en sus casas y las farolas de la calle de la Argentería se  iluminaron. Miré al cielo sobre la ciudad de Barcelona, encapotado súbitamente por unas esponjosas nubes negras iluminadas de tanto en tanto por relámpagos que amenazaban con alcanzar el asfalto de la ciudad.
Al llegar a la esquina con vía Layetana quedé prácticamente paralizado por la escasez de tráfico que había en una de las calles más transitadas de la ciudad. Una pareja pasó corriendo a mi lado y se adentraron en la boca del metro charlando sobre algo acerca de una gran nevada. Fue entonces cuando el un operario del transporte público me sugirió que me diera prisa, que pronto pasaría el último tren del día. Corrí escaleras abajo mientras buscaba en la cartera el billete para validar el viaje.

Cuando llegué a plaza Lesseps los escasos copos de nieve que se deshacían en las calles del Born parecían haberse multiplicado por cien, cogido consistencia a medida que pasaban los minutos y, a causa del fuerte viento que comenzaba a soplar, cada vez caían más en paralelo al suelo.
Me enfilé prácticamente corriendo y ocultando al máximo mi rostro en el abrigo la avenida Republica Argentina hasta llegar al bloque de pisos en el que vivía. Me palpé el abrigo en busca de las llaves y, cuando al fin las encontré, una vecina se adelantó y abrió la puerta, sonriéndome gentilmente. Dejé que la puerta de aluminio y cristal se cerrara tras nosotros. Bajo la escalera, sobre unos cartones y cubierto con un par de mantas de lana de diferente tamaño cada una, se hallaba un hombre que aparentaba no tener hogar.
—Intenté echarlo fuera, pero tras ver la que ha comenzado a caer he preferido hacer la vista gorda —dijo Assumpció a la vez que presionó el botón de apertura de puertas del ascensor—. Esperemos que no se nos mee en el rellano.
Entramos en el ascensor y pulsamos el botón del ático, el piso donde vivíamos.
Assumpció era una mujer que aparentaba rondar los setenta u ochenta años pero que, aún y así, parecía encontrarse fresca como una rosa. Aparentaba medir metro sesenta de altura y su cabello era completamente blanco. Bajo sus ojos se dibujaban unas pocas arrugas y su cara parecía ser suave y fría como la seda. Siempre llevaba el pelo recogido en un moño y éste tapado con un velo negro. Yo no conocía mucho acerca de su vida, solamente que quedó viuda pocas semanas de contraer matrimonio tras recibir múltiples amenazas de muerte por parte de un desconocido, alemán según ella. También sabía que tenía una hija cuyo nombre jamás quiso decirme, pues ya no tenían relación alguna.
Cuando las puertas del ascensor se abrieron le cedí la salida y, antes de adentrarnos cada uno en nuestro hogar, le sugerí que encendiera la calefacción al máximo y procurara cerrar todas las ventanas, ya que parecía que fuera a nevar como nunca.
—Cosas peores he visto caer del cielo y sigo viva. No le temo a la nieve, no le temo a ningún elemento de la naturaleza. Solamente le temo a una cosa —cerró la puerta de un portazo y me quedé helado por el tono de voz que empleó, como si hubiera lanzado una maldición al asesino de su marido.
Cerré la puerta y, mientras me desabrochaba el abrigo,  me dirigí al salón, que estaba iluminado por la luz procedente de la chimenea que calentaba todo el hogar. Dejé el abrigo y el sombrero sobre el sofá y pasé a la habitación contigua, el comedor, que se comunicaba con el salón mediante un arco. Estaba vacío, toda la casa parecía estar ausente de seres humanos. Llamé a mis padres, pero no contestaron. Cogí el abrigo y el sombrero y recorrí el pasillo hasta llegar a mi habitación, donde dejé las prendas de ropa. Me eché sobre la cama y cerré unos segundos los ojos. Cuando los abrí miré al lado y, pegado a la pantalla del ordenador, había un trozo de papel en el que, escrito por mi madre, decía que se habían marchado a casa del único de mis cuatro abuelos que seguía con vida. Genial, dije para mis adentros.

Desperté súbitamente por el golpe que le propinó la puerta de mi habitación al armario, seguido de una fuerte corriente de aire helado. Me cubrí con la colcha hasta la frente e intenté conciliar de nuevo el sueño, pero otro portazo se oyó. Esta vez provenía del comedor. Me destapé y de modo ipso facto me cubrí el cuerpo con una manta gruesa sobre los hombros. El parquet del pasillo comenzó a crujir, como cuando depositas sobre éste algo de gran peso. Di un paso atrás y se oyó otro golpe, de nuevo en el comedor. Me armé de valor y giré la esquina del pasillo en dirección al recibidor. Estaban todas las puertas abiertas, de modo que se veía a la perfección el comedor. Una de las ventanas estaba abierta, por donde penetraba una luz azul, la luz de la noche, y ligeros copos de nieve que iban a parar a un manto blanco de agua helada bajo la ventana abierta. Supuse que el crujido de la madera se debía al cambio de temperatura. Corrí hacia el comedor y, saltando el charco de nieve, cerré la ventana, la culpable de que mi casa se convirtiera en un iglú en lo que a temperatura se refiere. Corrí la cortina para eclipsar la luz que se colaba por la ventana y algo que me pareció ver de reojo me obligó a abrir de nuevo la ventana. Asomé la cabeza a la calle y miré al vacío, entonces le vi bajo la luz de una de las farolas de Republica Argentina: el mismo hombre que me visitó dieciseis años atrás y del que tanto me acordaba, Swallen Trown.