Desperté tendido sobre un charco de agua, por el deshielo de la nieve que se coló por la ventana supuse. Me incorporé y un pinchazo atacó el interior de mi cabeza. Notaba el cuerpo totalmente resentido, tal y como si el día anterior hubiera corrido la más larga de las maratones, y tenía la boca espesa y seca. Me llevé una mano a la frente y casi me asusté de lo mucho que me ardía. Un intenso escalofrío recorrió mi cuerpo, desde la cabeza a los pies, y fue entonces cuando me di cuenta de la fiebre que había cogido tras dormir sobre un charco de nieve.
Se me antojó un olor intenso, no supe si a causa de mis delirios, a papel y plástico quemados. Olfateando como un perro descubrí que aquel olor se colaba por debajo de la puerta de entrada. Me levanté de modo demasiado brusco y un nuevo pinchazo, esta vez más intenso, atacó mi cerebro acompañado de un fuerte mareo que me nubló la visión y me hizo perder la estabilidad. Me senté en el sofá como pude y tras respirar hondo unos segundos recuperé la vista y el mareo se desvaneció, aunque el dolor físico y la jaqueca persistían. Me levanté, esta vez con más cuidado, y caminé hacia el recibidor agarrándome allí donde pude. Abrí la puerta de la entrada y salí al rellano, donde el olor a quemado se intensificó y comenzaba a condensarse el humo a mi alrededor.
Inspeccionando el rellano me topé con la puerta de Assumpció, por debajo de la cual salía un humo negro y denso. Golpeé la puerta varias veces, gritando su nombre y pidiendo que me abriera, pero me respondió el silencio. Giré el pomo de la puerta y ésta se abrió, dejando al descubierto un recibidor totalmente entelado de humo. No supe apreciar si hacía frío o calor, pues en el estado en el que me desperté me hacía tener una constante sensación de frío invernal incluso en las temperaturas más elevadas. Instintivamente me dirigí al comedor y allí me encontré a Assumpció, estirada en el suelo en camisón y rodeada de fotografías desgarradas y álbumes vacíos frente a la chimenea, que se agitaba brava. Mi vecina tenía la cara cubierta por una larga melena blanca, pero me di cuenta de que seguía viva tras ver su pecho subir y bajar. Me agaché a su lado e intenté reanimarla, pero fui inútil. El humo, que se condensaba en todo el piso, comenzó a hacerme efecto impidiéndome respirar con normalidad. Recorrí todo el comedor con la mirada buscando un teléfono, pero solamente veía la misma cara de todas las fotos: una chica de no más de treinta años, con el cabello liso y castaño sonriendo a la cámara. Su cara me resultó familiar, y ya comencé a notar como mi cerebro comenzaba a reclamar oxigeno. La visión se me fue nublando y fui perdiendo fuerzas. Miré a la puerta de entrada y un hombre en albornoz y zapatillas, con no demasiado pelo en la cabeza, corrió hacia nosotros. Entonces me desplomé como una masa inerte junto a Assumpció.
Las sábanas estaban empapadas y la humedad era presente en la cama en la que estaba estirado. Notaba cada parte de mi cuerpo igual de mojada que la sábana que me cubría. Intenté abrir los ojos, pero al intentarlo mi cerebro se agitó bruscamente, como si quisiera salir del interior de mi cráneo. Intenté relajarme y, cuando el dolor de cabeza disminuyó —sin dejar de atormentarme—, reparé en los intensos escalofríos que atacaban mi cuerpo y me hacían temblar sin cesar. También noté las gotas de sudor que se deslizaban a lo ancho de mi cuerpo. Intenté averiguar donde estaba, porque desde luego no estaba tendido sobre el suelo del comedor de mi vecina mientras el humo nos envolvía y amenazaba con quitarnos poco a poco la vida.
Pasaron largos los minutos y el dolor de cabeza, seguido de la sensación de frío invernal, comenzaron a disminuir hasta tal punto que ya apenas lo tenía. Comencé a sentirme realmente incómodo por estar estirado sobre un charco de sudor y una sensación de agobio me invadió. La sábana superior me pesaba y yo era incapaz de quitármela de encima (en realidad era incapaz de levantar cualquiera de mis brazos). Comencé a removerme, tratando así de librarme de ese manto que se me antojaba de acero, y mi brazo se topó con algo, a mi lado derecho, que se apartó para agarrarme el brazo, con la intención de aliviarme y tranquilizarme. Reconocí la tez tibia y suave de mi madre, aunque creo que la reconocí por el leve apretón con el que tantas veces había conseguido calmarme. Gemí, dándole a entender que necesitaba su ayuda para deshacerme de la sensación de incomodidad que me rodeaba. Me mandó callar con suavidad mientras me acariciaba la frente para luego anunciarme que la fiebre me había bajado.
Al fin conseguí abrir la boca e intenté suplicarle que me liberara de las mantas pero, al expulsar el primer soplo de aire, la tos más violenta que jamás he sufrido salió brava del interior de mis pulmones, rasgándome la garganta y haciéndome agonizar. Mi madre se puso tensa y me secó una lágrima que se derramó desde la comisura de uno de mis ojos.
—Has inhalado mucho humo, Jordi —su tono de voz me tranquilizó y realmente me relajó. Asentí y, tras notar la mano de mi madre acariciándome la mejilla, conseguí conciliar el sueño.
La lámpara que colgaba sobre mi cabeza se encendió de pronto y consiguió despertarme al instante. Abrí los ojos y los cerré súbitamente, cegado por la intensa luz blanca. Una mujer con la voz áspera me saludó dándome las buenas tardes. Con una mano eclipsé la trayectoria de la luz y entreabrí los ojos.
—¿Dónde… dónde está mi madre? —mi voz sonaba ronca y me quemaba la garganta, pero no lo suficiente como para poder hablar unos minutos. Necesitaba notar la sensación del agua fría surcar la laringe.
—Ha pasado todo el tiempo a tu lado desde que te ingresaron. Se ha marchado unos minutos a casa para ducharse—la mujer que me hablaba era bajita, lucía un cabello rojizo demasiado extravagante para su edad y vestía una bata blanca con el logo del Hospital Quirón al lado izquierdo de su pecho. Me removí en la cama, tratando de erguirme, pero la enfermera me sugirió que no lo hiciera.
—¿Qué hora es? —la enfermera suspiró, agobiada, y consultó la hora en un reloj dorado, que no de oro, que lucía alrededor de la mano izquierda.
—Son las seis y media, ya está comenzando a anochecer. Es curioso, pocas veces he visto desde este hospital un anochecer tan anaranjado como el de hoy —dejó las toallas en el armario y se acercó a mi cama, se apoyó con las manos en mi colchón y entonces suspiré yo, queriendo hacerle entender que el agobiado entonces era yo. Giré la vista hacia la ventana, ignorando a la enfermera, y también a mí me sorprendió el cielo. Desde la azotea de mi edificio se podía contemplar prácticamente el mismo horizonte, pero nunca había tenido la oportunidad de ver arder el cielo. Nubes anaranjadas se deslizaban tablas de surf sobre el montículo del Putget, anunciando la llegada del diablo a la ciudad.
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