El vértigo de la caída en el sueño me hizo despertar de golpe, creyendo que volvía a repetirse la escena de dos años atrás. Apenas fuimos trece las personas que sobrevivimos al accidente, aunque todos opinaban que eran demasiadas dada la magnitud de la catástrofe. El vagón del tren en el que me encontraba fue el único que, gracias a las rocas y los vagones que estaban por debajo de nosotros, no se hundió en las profundidades del mar, por eso sobrevivimos los que no tuvimos lesiones que nos quitaran la vida.
Me sentí incómodo en la cama, al otro lado de la ventana las luces de la ciudad bajo un manto de oscuridad titilaban y anunciaban la calma en la que Barcelona se veía sumida. Era ya la segunda noche que pasaba en el hospital y ya vieron adecuado darme el alta, pero para dormir en casa tenía que esperar a la noche siguiente. Me levanté de la cama y noté las piernas resentidas de estar tanto tiempo sin moverse. Salí de la habitación y recorrí el pasillo del hospital buscando la habitación de Assumpció, mi vecina. En la cuarta puerta que me asomé encontré a la anciana estirada en la cama y conectada a una máquina que respiraba por ella. Me acerqué a su lado y le acaricié el dorso de la mano donde no tenía inyectado el suero. Al notar el tacto cálido en su gélida mano le temblaron los párpados, supo que me encontraba allí con ella y giró la mano, dejando hacia arriba la palma, así que le cogí la mano como muestra de afecto. Cuando me fijé más detenidamente en su aspecto me sorprendió cómo se veía. Parecía haber envejecido veinte años en los dos días que siguieron al accidente en su piso. Una larga cabellera blanca como la cal e increíblemente lisa le llegaba hasta la altura de la cintura, y me pareció sorprendente la facilidad que tenía para disimularla en un diminuto moño. Miré a mi alrededor, estudiando la habitación, y no había absolutamente nada que anunciara la visita de algún familiar o amigo. Solamente había un ramo de girasoles secos sobre la mesita auxiliar envueltos en papel pinocho gris, demasiado apagado para un ramo que debía haber sido muy hermoso.
—¡No vea el ramo que le han traído, señora Assumpció!—le dije, sabiendo que no me contestaría pero que me escuchaba—. Lástima que se haya mustiado tan pronto, porque tiene pinta de haber sido precioso —su expresión se tiñó de duda, con el ceño fruncido. Me fijé entonces en un sobre que había entre las flores—. Hay una carta, ¿quiere que se la lea y le diga de quién es? —Assumpció alzó las cejas con curiosidad, lo que me dio a entender que sí quería que lo comprobara. Le solté la mano delicadamente y cogí el sobre, no más grande de diez centímetros de longitud. Tenía un lacre de cera negra con la forma de una especie de herradura (o eso me pareció a mí). Cogí el sobre y lo abrí despegando el lacre. Saqué lo que había en el interior, una tarjeta, y lo que vi me horrorizó: una tarjeta rectangular con el pictograma de un caballo alado, igual que la que apareció en mi bolsillo el día del accidente de tren. La única diferencia era que los colores estaban invertidos, el fondo de ésta era negro y el pictograma blanco. Le di la vuelta y en el dorso había escrito el nombre más siniestro que me perseguía durante años: Swallen Trown —Disculpe, pero está vacío el sobre, no hay nada. Igual venía incluido en el ramo y no se dieron cuenta—. Cuando dirigí de nuevo la vista hacia Assumpció me sorprendió con los ojos abiertos, llenos de terror, como si estuviera presenciando la peor de sus pesadillas. Me miraba fijamente y sin parpadear en dirección a mi vientre, entonces entendí que no me miraba a mí, sino a algo que había a mi espalda. Me di media vuelta, aterrado, y en el umbral de la puerta estaba él, Swallen Trown, mirándonos con ira. Me sobresalté y para cuando quise gritar, ya hube perdido el conocimiento tras ver su rostro de pronto, a escasos centímetros de mi cara, escrutándome el alma a través de mis ojos.
Recuperé la consciencia arropado en la cama, con la ciudad todavía durmiendo a los pies del hospital. Me levanté sin pensarlo y corrí descalzo hacia la habitación de Assumpció. Llegué alterado, y cada vez más nervioso a medida que me acercaba a su puerta, pero me tranquilicé al ver que todo seguía como antes. Ella, tendida hacia arriba y conectada al aparato de respiración asistida. Di media vuelta para volver hacia mi habitación, pero me acerqué de nuevo a mi vecina, alarmado, porque algo no encajaba. Revisé que todo estuviera correcto, tal y como estaba cuando había ido un rato antes. No parecía que nada hubiera cambiado, hasta que bajé la mirada a los pies de la cama. Lo que vi allí me dio náuseas y no pude evitar salir corriendo, sin parar de llorar y pedir ayuda desgarrándome la garganta por los gritos. Una enfermera joven y sin experiencia aparente me agarró y me sacudió suavemente, queriéndome tranquilizar. Yo no podía parar de llorar, así que señalé en dirección a la puerta donde estaba ingresada mi vecina. La enferma fue sin pensárselo dos veces, y pasados cinco segundos en el interior de la habitación, oí cómo gritaba y tiraba al suelo sin querer el palo del suero. Salió corriendo también, sin creerse lo que le había pasado a la paciente, y se arrodilló frente a mí. Me preguntó qué había ocurrido, cómo era posible que el cuerpo de Assumpció estuviera boca abajo, dado la vuelta, y la cabeza boca arriba. Me miraba estupefacta, esperando una respuesta, y yo solo pude decir un nombre, Swallen Trown.
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