Lo sucedido a Assumpció en el hospital nos dejó a todos conmocionados, aunque a los demás más que a mí. Jessica, la enfermera que me atendió cuando salí desesperado de la habitación de mi vecina, ignoró el nombre que yo no dejaba de repetir, pues lo atribuyó al shock tras ver lo ocurrido. A todos les extrañó la pulcritud de la escena, ni la cama ni el cadáver tenían una sola marca que sirviera de pista para dar con el asesino de tal atrocidad.
Regresé a casa el día siguiente, no me vieron lo suficiente afectado como para hacerme permanecer más días ingresado; aunque sí lo estaba, pero necesitaba descubrir el vínculo que había entre Assumpció y su asesino. Cuando llegué a casa lo primero que hice fue asomarme a la ventana desde la que había visto a Swallen Trown la otra noche bajo una farola, observándome. En el parquet, bajo la ventana, todavía estaba húmeda la zona donde hubo el charco de hielo sobre el que me desperté después de perder el conocimiento. Fui a mi habitación a dejar la bolsa en la que había mi pijama que había cogido mi madre para mi corta estancia en el hospital. Me senté en la cama y me quedé mirando a la nada, con la mirada perdida y la mente en blanco. No sé cuánto tiempo estuve así de ausente, hasta que mi madre se puso frente a mí, de rodillas y con su mano sobre la mía. Fue entonces cuando me di cuenta de que estaba llorando, y ella también lloraba. La miré a los ojos, ella parecía evitar llorar, siempre había aparentado ser de dura coraza, pero este tipo de cosas no se las podía tragar, sino acabarían comiéndosela a ella.
—Mama, yo… lo siento —mi madre negó con la cabeza y me puso el dedo índice sobre los labios, haciéndome callar.
—Tú no has hecho nada, Jordi. Tú simplemente la encontraste, nada más —ahora negué yo. Me sorbí los mocos, y mientras lloraba le conté todo lo vivido la noche anterior. Ella me miraba incrédula. Me escuchaba, pero no me creía, así que dejé de contarle lo que sucedió con Swallen Trown, era inútil perder el tiempo—. Cariño, será mejor que descanses —me dijo mientras me secaba las lágrimas de las mejillas—. Es muy duro lo que le ha pasado a Assumpció, pero no podemos hacer nada, y menos derrumbarnos —me dio un beso en la frente y me ayudó a estirarme en la cama, después me quitó los zapatos y se fue, dejándome llorando y desahogándome en la oscuridad.
Me desperté rasgando con un grito la calma de la noche, empapado de sudor y con el vello de todo el cuerpo erizado. Miré el reloj y vi que eran casi las tres de la mañana. Me senté en la cama y suspiré, todavía pensando en el cadáver de mi vecina. Me puse los zapatos que horas antes mi madre me quitó y salí al rellano dónde se encontraba mi puerta con la de Assumpció. Empujé con suavidad la puerta de mi vecina y contemplé la luz de la oscuridad que se filtraba por entre las cortinas. En el suelo seguían los viejos álbumes que estaba quemando pocas noches antes y en la chimenea no quedaban más que cenizas. Me senté frente a la chimenea y estudié las viejas fotografías que se libraron de las llamas. En todas ellas aparecía una familia de un padre, una madre (Assumpció) y una hija. Seguí avanzando y comprobé que las fotografías estaban ordenadas cronológicamente. Al llegar al año 1989 ya solo aparecían en los retratos la madre y la hija, a las que les había cambiado la mirada. Adiviné que haría poco tiempo que había muerto el padre, cuyo nombre nunca llegué a conocer. A medida que avanzaban los años sus miradas se entristecían y su relación se veía más distante a través de las imágenes. Las fotografías se acabaron en octubre de 1994, y tras esa fecha nada más que había recortes de periódicos. El primero de ellos era el de la demolición de un edificio de oficinas en Poblenou, donde fue hallado el cadáver de Josep Antoni Amorós i Poch. En el artículo había una fotografía y comprobé que se trataba del marido de mi vecina que murió tras múltiples amenazas de muerte. El siguiente artículo era el de un accidente aéreo, y en la lista de los ochenticuatro fallecidos había subrayados siete nombres, cuyos apellidos coincidían. Comencé a darme cuenta, artículo tras artículo, de que la mayor parte de la familia de Assumpció fue muriendo por circunstancias de la vida. De nuevo en 1994 un artículo me heló la sangre: un fatal incendio en el colegio San Gabriel de Barcelona acaba con la vida de un alumno de seis años, Francesc Miralles, y de una profesora, Nuria Amorós. Había incluidas dos fotografías, una de cada uno de los fallecidos, y se trataban de el niño al que llegué a odiar por tirarme arena a la cara y de la profesora que tan injustamente me castigó en el banco marginal, donde tuve contacto por primera vez con Swallen Trown.
—¿Estás enfadado, Jordi?
—Sí, mucho.
—No te preocupes, todo se arreglará.
La corta conversación que tuve con él dieciséis años atrás me invadió la mente hasta el punto que me hizo delirar y creer estar de nuevo sentado en aquel banco, junto al enemigo de mi vecina y toda su familia.
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