Cuando acabé de leer la carta que me dejó Assumpció, resumiéndome los peores años de su vida, lo primero que hice fue sacar mi teléfono del bolsillo de mi abrigo y lanzarlo con todas mis fuerzas al vacío, a la ciudad de Barcelona que segundo a segundo se iba activando a mis pies desde el mirador del parque de atracciones del Tibidabo. Golpeándose contra las rocas y separándose en mil pedazos, junto a él se rompió también en millones de piezas todo contacto que tenía con la gente que me rodeaba e importaba. Caminando como un cuerpo sin vida, sin ningún pensamiento rondándome la cabeza y actuando por puro instinto sin pensar en la repercusión de mis actos, me dirigí de nuevo a casa. Ignoraba a la gente que corría por las calles, y ellos me ignoraban a mí, excepto cuando por culpa de mi aturdimiento una persona distraída tropezaba conmigo, entonces el único que ignoraba a alguien era yo.
No me sorprendió encontrar mi casa vacía, y lo agradecí. ¿Cómo sino podría haber explicado por qué salía de casa con una maleta en la que llevaba toda mi ropa?
Llegué al aeropuerto pasadas las doce del mediodía, poco me importaba qué hora era. Me planté en la cola para sacar los billetes de última hora. ¿El destino? Aún no lo sabía. Quería un sitio que no estuviera lejos, pero lo suficiente para que no me pudieran encontrar. Avanzaba en la cola gracias a una pareja que me daba golpecitos en la espalda cada vez que al menos un metro me separaba de quien se posicionaba delante de mí. Varias veces les oí murmurar algo acerca de mí, y todas y cada una de las veces ignoraba sus comentarios, para variar. Cuando llegó mi turno todavía no había escogido destino, así que le pregunté a la mujer del mostrador qué destinos en Europa estaban disponibles, que no fueran demasiado caros y se hablara inglés con fluidez. El primero que me sugirió fue Londres, pero lo rechacé porque sería una de las principales ciudades donde irían a buscarme en cuanto supieran que había abandonado el país. Fue nombrando ciudades y todas las fui rechazando, hasta que se me encendió la bombilla y pregunté por Praga. Consultó su ordenador y me confirmó un asiento en el próximo vuelo, cuatro horas después. Con una sonrisa me dijo que era algo más caro que los demás que fue mencionando, pero ladeando la cabeza a modo de negación le di a entender que poco me importaba el precio del billete. Miré el reloj metalizado que colgaba de la pared detrás de la chica con rasgos finos y labios de apariencia cálida y me perdí en el movimiento de las agujas hasta que ella tosió, reclamando su atención. Volví a dirigir la vista hacia sus ojos castaños y asentí con la cabeza, tendiéndole con mi mano temblorosa mi documento de identidad y mi tarjeta de crédito. Volví a perderme en las agujas del reloj ignorando también el precio del pasaje de avión.
Los primeros días en Praga fueron complicados. Cuando llegué a esa gran ciudad gótica no supe muy bien adónde dirigirme. Opté por acudir a la oficina de turismo y preguntar por un hostal o albergue asequible para pasar el primer mes. De momento, hasta encontrar algo con qué ganarme la vida en aquella ciudad que tan desconocida era para mí, iba a ir viviendo gracias a la beca universitaria de tres mil euros. Allí, tras consultar con diferentes guías de la ciudad i páginas en Internet, me sugirieron un modesto albergue en la calle Drtinova , al otro lado del río, donde podía hospedarme por poco más de setecientas míseras coronas.
Pegado a la calzada de la calle Bikova alcé la mano cuando al fin un taxi se dignó a recorrer la calle. El conductor era un hombre ya viejo, con una calvicie pronunciada que intentaba disimular sin éxito con una boina de color magenta y una barba que le llegaba hasta el pecho. Dije el nombre de la calle, impronunciable para mí, y a través del retrovisor me observó alzando una ceja. Obviamente, no había entendido el nombre de la calle donde estaba el albergue. Tras intentar que me entendiera no menos de siete veces, hablando cada vez más lento y tratando de ajustarme más a su idioma, decidí escribirle en un bloc de notas que llevaba en la maleta el nombre de la calle. Cuando le tendí el papel se le iluminó la mirada y me sonrió, dijo un par de frases en Checo y al fin arrancó para llevarme hacia lo que sería mi hogar por unas semanas.
No me sorprendió el estado del albergue. Cabe decir que se veía un sitio pulcro, pero parecía que en cualquier momento la pintura fuera a escarcharse, precipitándose junto a pedazos de yeso. Afortunadamente, el recepcionista, un hombre de treintaytantos con los ojos más claros que en la vida he visto, hablaba un inglés inteligible a mis oídos. Hice el check-in en el albergue sin haber tratado ningún día de salida. Acto seguido se ofreció para acompañarme a mi cuarto y enseñarme las instalaciones mi nuevo hogar. Subimos por unas escaleras, cuyo ascenso por las mismas podría considerarse un deporte de alto riesgo, y recorrimos un angosto pasillo que quedaba partido en forma de cruz por uno que lo cruzaba, donde se hallaban las duchas y aseos. Cruzamos el umbral de la habitación número dieciocho y me encontré con una habitación estrecha, con una ventana justo enfrente de la puerta con dos camas a cada lado. Entre éstas y bajo la ventana había una mesita de noche con tres cajones y una lámpara que se encendía con el interruptor que estaba junto a la puerta. A los pies de una de las camas había un armario de madera de roble y frente a él, a los pies de la otra cama, un lavamanos con un espejo poco más grande que mi rostro. Sonreí ante lo que iba a ser mi nueva habitación deposité la maleta sobre la cama que no iba a utilizar.
—Ha tenido usted suerte, es la única habitación que nos quedaba libre —me dijo el recepcionista a mi espalda con una sonrisa desdentada. Sonreí y salí de nuevo al pasillo.
Bajé las escaleras con extremo cuidado, temiendo que cada uno de los crujidos que profería cada peldaño fuese a más y me precipitara al vacío gracias al trabajo de la carcoma.
En la planta baja, además de la recepción y una pequeña sala de estar con una estantería repleta de libros cuya única función era acumular polvo, había una chimenea que mantenía el ambiente candente. Fue entonces cuando reparé en el manto de nieve del exterior y un escalofrío recorrió mi cuerpo, recordando aquel hombre de rasgos finos y hermosos con dos ojos tan espeluznantes y misteriosos como lo son los agujeros negros.
De la recepción partía un pasillo de las misma dimensiones del que se encontraba justo encima suyo. Al fondo, justo debajo de mi habitación había un arco de madera que servía de entrada a la sala de estar grande. Había tres sofás que se cerraban creando un cuadrado frente a una mesita de café y un televisor de al menos cuarenta pulgadas que colgaba de la pared. En la pared opuesta, un escritorio de madera a juego con las paredes y suelo del hotel sostenía cuatro ordenadores con dos sillas de oficina para cada uno de ellos. Entre una pared y otra, había una mesa con ocho sillas de la misma madera que le daba ese encanto especial al albergue. Al lado del largo escritorio había una puerta que me recordaba a las del oeste que daba paso a la cocina, la más amplia que he visto jamás, con una mesa para cuatro comensales.
Sonreí con satisfacción, del mismo modo que sonreí en cuando acabaron de enseñarme la habitación, contento con la nueva etapa en la que me adentraba.
Me despedí del recepcionista dándole un billete de cincuenta coronas y me dirigí a mi estudio con una sonrisa de oreja a oreja, ignorando a las personas que había dejado en Barcelona.
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