Contemplaba mi reflejo en la oscuridad que reinaba al otro lado de la ventana del tren. Estaba muy nervioso, tanto que parecía notar una mano estrujándome el estómago, como si de una esponja se tratara. El tren salió por fin al exterior del túnel de la estación de Barcelona Sants y en el cielo brillaba el Sol intensamente, anunciando un caluroso día de Agosto. Apoyé la cabeza en el cristal, queriéndome relajar, y me dejé hipnotizar por el vaivén del vagón deslizándose por la vía.
Unos ojos negros me observaban en la distancia, como dos agujeros negros dispuestos a absorber cualquier alma que se propusiera. Esos ojos temibles se fueron a alejarse, perdiéndose en la oscuridad que nos envolvía. De pronto, la oscuridad comenzó a tomar forma; primero aparecieron unas columnas redondas de hormigón que se distribuían en círculo a mí alrededor, sosteniendo una cúpula también de hormigón. Enfrente de mí se dibujó con corredor de cipreses descuidados i al final, tras el último muro del laberinto, se erguía una torre blanca octogonal con un pequeño mirador a lo alto. Quise acercarme, pero por cada paso que daba, el pasillo de arbustos y cipreses se alargaba dos metros. Comencé a correr, desesperado, hasta quedarme sin aliento y el corredor se extendió tanto que no alcanzaba a ver el otro extremo, ni siquiera la torre era ya visible. Una niebla densa se fue acercando desde el fondo hasta llegar a alcanzarme, dejando el ambiente apagado y en penumbra. No era una niebla húmeda, pero sí era muy fría. Las ramas de los cipreses se comenzaron a agitar, empujados por una fuerte corriente de aire que soplaba en mi dirección y, a ambos lados, se abrieron dos corredores más. Me adentré en el que me quedaba a mano izquierda, pero no tardé en parar de caminar. Al fondo del pasillo se divisaba una silueta negra, aunque más negros eran sus ojos furiosos que me observaban. Comencé a retroceder, pero la sombra se acercaba más rápido. Finalmente comencé a correr, dándole la espalda, y giré a la izquierda en dirección a la torre, que de nuevo se alzaba al otro lado de los cipreses. Al llegar a la entrada, exhausto, me volteé para comprobar que no me siguiera el espectro. Todo estaba ahora verde y tranquilo, sin rastro de la niebla que por unos minutos acechó. Di un paso atrás, para dirigirme a la torre, pero entonces noté sus fríos y afilados dedos acariciar mi mejilla.
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