Puede resultar curiosa la manera en que los recuerdos nos vienen a la mente. Recuerdos que creías perdidos y algunos otros que pueden hacernos dudar entre la realidad o una mala pasada del subconsciente en algún sueño demasiado realista, uno de esos sueños en los que suceden cosas totalmente imposibles y que, al fin y al cabo, uno cree que es totalmente real. Un sueño que, tras despertar, no se recuerda ni se recordará jamás.
Conservo un recuerdo —o un sueño, no estoy del todo seguro— que me viene a la mente día tras día. A los tres años de edad, recuerdo estar jugando en el patio de un colegio de educación infantil y primaria de Barcelona. Era nuestra media hora de recreo, un pequeño descanso tras intentar memorizar los días de la semana, algún que otro número y los colores básicos. El cielo estaba encapotado por unas nubes espesas y amenazantes de lluvia, poco parecía faltar para que una mano gigantesca se abriese camino desde la tierra y estrujase las nubes con tal de derramar toda el agua que éstas contenían sobre la ciudad de Barcelona. Yo estaba sentado en el suelo, junto al pie de un pino que se alzaba majestuoso en el centro del patio, haciendo pequeñas montañas de barro creado a partir de arena y agua que transportaba con la boca desde la fuente hasta el árbol. El tronco, ya de por sí poco iluminado por la falta de luz solar en estos primeros días de octubre, se oscureció en la parte inferior. Me di la vuelta y allí me encontré a un compañero cuyo nombre he olvidado o nunca conocí. Alrededor de nosotros, niños de nuestra edad y jóvenes de no más de once años, los cuales se me antojaban increíblemente mayores, correteaban y jugaban con una sonrisa pintada en los labios. El niño que se detuvo a mi espalda me miraba con furia y alzaba la mano cerrada por encima de su cabeza. Pequeños granos de arena cayeron de entre sus dedos y, para cuando quise avisar a Nuria, nuestra entonces profesora de educación infantil, mi compañero hostil lanzó con furia un gran puñado de arena contra mi cara. Afortunadamente, me dio tiempo a cerrar los ojos. Aunque mi boca no tuvo la misma suerte. Me levanté y me erguí frente a él. El niño era como dos veces más gordo que yo y sería dos años mayor. Me limpié la arena de alrededor de mi boca y escupí la que había en el interior de ésta. Entonces me armé de valor y, sin pensarlo dos veces, incliné el cuerpo hacia él y le saqué la lengua al tiempo que cerraba con fuerza los ojos.
Nuria se arrodilló entre mi reciente enemigo y su víctima y me miró con una mezcla de tristeza y severidad. Me ordenó que me sentase en el banco más alejado, apartado y solitario de todo el recinto. Aquel banco en el que todos los niños esperábamos no sentarnos nunca. Ella me seguía un metro más atrás y notaba su mirada postrada en mí. Me detuve frente al banco y la profesora me ordenó que me sentara. Obedecí y se sentó a mi lado ipso facto. Los pies me colgaban sobre un pequeño charco creado a partir de la lluvia de la noche pasada y mi profesora de educación infantil me miraba. Cuando hube tenido el coraje suficiente para dedicarle una mirada, me preguntó la razón por la que le había sacado la lengua a mi recién-peor enemigo de por aquel entonces. La miré desesperadamente, con una lágrima a punto de precipitarse al vació deslizándose por mi mejilla, y negué con la cabeza. No recuerdo por qué no le conté que ese niño, que me doblaba en tamaño, me había tirado arena y yo, en un acto de extrema valentía, le saqué la lengua. Quise creer que mi profesora no había visto nada sobre lo ocurrido, que cuando miró por casualidad, tras observar a otros niños, le sorprendí con la lengua fuera despreciando al niño que me había atacado. Me lo volvió a preguntar y volví a no decirle nada, sin saber por qué. Se levantó y se arrodilló frente a mí. Yo estaba cabizbajo y contemplaba mis pies que colgaban sobre el agua sucia. Me alzó la cara empujándomela levemente desde mi barbilla con el dedo índice y me dijo que, hasta que no le diera un motivo, me quedaría allí sentado. Volví a bajar la mirada, esta vez hacia mis manos, y Nuria se alejó hacia el banco junto al pino donde estaba sentada. Cuando sonó el timbre que anunciaba el final del recreo, Nuria me miró desde la otra punta del patio y yo, sabiendo lo que quería decir con ese asentimiento de cabeza, negué, dándole a entender que no le diría nada. De manera que, cuando todos los niños y profesores entraron por la puerta de cristal que se abría en un alto edificio de ladrillo rojo, yo me quedé sentado en aquel banco al fondo del patio, pegado al muro que delimitaba el recinto de la escuela con la calle.
Estudié los tres diferentes pinos que se alzaban en el patio y me pregunté si los árboles nos podían ver y, si lo hacían, qué pensaban de nosotros. Miré al cielo y me sorprendió y una gota se precipitó contra mi nariz. Me la sequé con la mano y odié a mi profesora por haberme castigado en el banco marginal, la odié profundamente hasta desearle la muerte, claro que entonces ignoraba realmente el significado de ésta.
Volví a fijar la vista en mis pies que colgaban desde el banco y, medio segundo después, me sorprendió un rostro dibujado en el charco. Miré a mi izquierda y allí había sentado un hombre vestido totalmente de negro con una especie de toga. Tenía la mirada perdida al frente y una capucha le cubría tres cuartos de la cara, dejando ver solamente los ojos, la nariz, los labios y la barbilla.
Giró la cabeza en mi dirección y unos ojos completamente negros me sobresaltaron. Fijó sus ojos en los míos y me dedicó una sonrisa felina. Sus dientes eran totalmente blancos, al igual que su tez. Postró una mano sobre mi pierna y, tras parpadear repetidas veces seguidas, despegó los labios para hablar.
—Hola Jordi —tenía una voz suave y tranquilizadora. Su tono de voz me recordó al de los pediatras cuando te hablan justo antes de inyectarte una vacuna, como si con palabras entonadas con suavidad y falso cariño el dolor del pinchazo se desvaneciera—. Me llamo Swallen Trown. ¿Qué estás haciendo aquí solo?
Intenté pronunciar para mis adentros aquel nombre tan extraño que me facilitó para poder referirme a él, aunque no pude conseguirlo.
—¿Te han castigado? —asentí con la cabeza—. Vaya. Y, ¿qué es lo que has hecho? —negué con la cabeza dando a entender que no quería compartir esa mala experiencia con nadie y esperando que, si no hablaba sobre ello, lo olvidaría pronto—. ¿Te has peleado con algún niño? No sé… ¿le has sacado la lengua a alguien? —le miré atónito, con los ojos abiertos como platos. Asentí y bajó los parpados, estudiando la situación. Me preguntó si estaba enfadado, le dije que lo estaba mucho.
Nos quedamos en silencio unos minutos. Él parecía meditar, yo deseaba que la profesora no avisara a mis padres por lo sucedido.
Cuando perdí la noción del tiempo, cosa no muy difícil de perder a esta edad, mi acompañante se levantó y me acarició la cabeza. Me prometió que todo se arreglaría y se marchó, dejando sobre el banco algo que no recuerdo.
De nuevo miré al charco y me vi reflejado en él. Me miré unos segundos hasta reparar en una mancha negra, como una gota de tinta china, que tenía en la nariz.
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