dijous, 11 de novembre del 2010

II



No sabía a ciencia cierta dónde me encontraba cuando me desperté por el leve traqueteo causado por el cambio de raíl del tren de cercanías. Apoyé la cabeza hasta más no poder en la ventana del tren y miré al fondo del túnel, teñido de una oscuridad absoluta mancillada de vez en cuando por luces amarillentas que delimitaban el corredor por el que se deslizaba el tren. Pronto se hizo la luz en el exterior y pude contemplar una torre sobre la que se alzaba un afilado tejado. Más adelante, un alto edificio de cristal con el logotipo de Gas Natural. Estaba acercándome a mi destino.
Por primera vez fijé la vista en el cielo y vislumbré unas nubes tenues que amenazaban con desaparecer y dar paso a un día soleado de invierno. Una de las nueve sinfonías de Beethoven dejó de sonar a través del altavoz para dar paso a la voz mecánica que anuncia la siguiente parada. Cerré los ojos y esperé a que el tren se detuviera completamente. Me abotoné el abrigo de paño y me coloqué el sombrero negro, a juego con el abrigo, sobre la cabeza. Antes de levantarme de mi asiento miré al exterior y me pareció ver un copo de nieve cayendo desde lo alto del tejado de estación de Francia. Me puse en pie y, antes de bajarme del tren, eché un vistazo a mi asiento por si olvidaba algo.
Alcé la mirada al cielo mientras me dirigía al exterior de la estación. Prácticamente todos los días tomaba un tren en esa misma estación y todos y cada uno de ellos me sorprendía la gran estructura de hierro y cristal que cubría los andenes. Fijé la vista en un agujero en la marquesina por la que se colaban diminutos copos de nieve que se derretían pocos metros antes de tocar el suelo.
Al salir al vestidor, la gente entraba y salía corriendo de éste resguardándose del frío o buscando un taxi. Yo me enfundé las manos en los bolsillos, escondí todo lo que pude la cara en el abrigo y me encaminé hacia la Vía Layetana, en busca de la parada de metro de Jaume I. En las calles del barrio del Born apenas se movía gente, no llegué a contar más de diez personas en el trayecto desde la estación de Francia. En la iglesia de Santa María del Mar, el padre Josep, el mismo que me dio clases de catequesis antes de hacer la comunión en esa misma iglesia, cerraba sus puertas.
Había pasado todo el fin de semana en Cunit, en casa de Cristina —mi novia— y al parecer debí haberme perdido algo realmente importante, pues las campanas de la catedral de mar hacían sonar las seis de la tarde y todos los comercios ya cerraban, la gente se escondía en sus casas y las farolas de la calle de la Argentería se  iluminaron. Miré al cielo sobre la ciudad de Barcelona, encapotado súbitamente por unas esponjosas nubes negras iluminadas de tanto en tanto por relámpagos que amenazaban con alcanzar el asfalto de la ciudad.
Al llegar a la esquina con vía Layetana quedé prácticamente paralizado por la escasez de tráfico que había en una de las calles más transitadas de la ciudad. Una pareja pasó corriendo a mi lado y se adentraron en la boca del metro charlando sobre algo acerca de una gran nevada. Fue entonces cuando el un operario del transporte público me sugirió que me diera prisa, que pronto pasaría el último tren del día. Corrí escaleras abajo mientras buscaba en la cartera el billete para validar el viaje.

Cuando llegué a plaza Lesseps los escasos copos de nieve que se deshacían en las calles del Born parecían haberse multiplicado por cien, cogido consistencia a medida que pasaban los minutos y, a causa del fuerte viento que comenzaba a soplar, cada vez caían más en paralelo al suelo.
Me enfilé prácticamente corriendo y ocultando al máximo mi rostro en el abrigo la avenida Republica Argentina hasta llegar al bloque de pisos en el que vivía. Me palpé el abrigo en busca de las llaves y, cuando al fin las encontré, una vecina se adelantó y abrió la puerta, sonriéndome gentilmente. Dejé que la puerta de aluminio y cristal se cerrara tras nosotros. Bajo la escalera, sobre unos cartones y cubierto con un par de mantas de lana de diferente tamaño cada una, se hallaba un hombre que aparentaba no tener hogar.
—Intenté echarlo fuera, pero tras ver la que ha comenzado a caer he preferido hacer la vista gorda —dijo Assumpció a la vez que presionó el botón de apertura de puertas del ascensor—. Esperemos que no se nos mee en el rellano.
Entramos en el ascensor y pulsamos el botón del ático, el piso donde vivíamos.
Assumpció era una mujer que aparentaba rondar los setenta u ochenta años pero que, aún y así, parecía encontrarse fresca como una rosa. Aparentaba medir metro sesenta de altura y su cabello era completamente blanco. Bajo sus ojos se dibujaban unas pocas arrugas y su cara parecía ser suave y fría como la seda. Siempre llevaba el pelo recogido en un moño y éste tapado con un velo negro. Yo no conocía mucho acerca de su vida, solamente que quedó viuda pocas semanas de contraer matrimonio tras recibir múltiples amenazas de muerte por parte de un desconocido, alemán según ella. También sabía que tenía una hija cuyo nombre jamás quiso decirme, pues ya no tenían relación alguna.
Cuando las puertas del ascensor se abrieron le cedí la salida y, antes de adentrarnos cada uno en nuestro hogar, le sugerí que encendiera la calefacción al máximo y procurara cerrar todas las ventanas, ya que parecía que fuera a nevar como nunca.
—Cosas peores he visto caer del cielo y sigo viva. No le temo a la nieve, no le temo a ningún elemento de la naturaleza. Solamente le temo a una cosa —cerró la puerta de un portazo y me quedé helado por el tono de voz que empleó, como si hubiera lanzado una maldición al asesino de su marido.
Cerré la puerta y, mientras me desabrochaba el abrigo,  me dirigí al salón, que estaba iluminado por la luz procedente de la chimenea que calentaba todo el hogar. Dejé el abrigo y el sombrero sobre el sofá y pasé a la habitación contigua, el comedor, que se comunicaba con el salón mediante un arco. Estaba vacío, toda la casa parecía estar ausente de seres humanos. Llamé a mis padres, pero no contestaron. Cogí el abrigo y el sombrero y recorrí el pasillo hasta llegar a mi habitación, donde dejé las prendas de ropa. Me eché sobre la cama y cerré unos segundos los ojos. Cuando los abrí miré al lado y, pegado a la pantalla del ordenador, había un trozo de papel en el que, escrito por mi madre, decía que se habían marchado a casa del único de mis cuatro abuelos que seguía con vida. Genial, dije para mis adentros.

Desperté súbitamente por el golpe que le propinó la puerta de mi habitación al armario, seguido de una fuerte corriente de aire helado. Me cubrí con la colcha hasta la frente e intenté conciliar de nuevo el sueño, pero otro portazo se oyó. Esta vez provenía del comedor. Me destapé y de modo ipso facto me cubrí el cuerpo con una manta gruesa sobre los hombros. El parquet del pasillo comenzó a crujir, como cuando depositas sobre éste algo de gran peso. Di un paso atrás y se oyó otro golpe, de nuevo en el comedor. Me armé de valor y giré la esquina del pasillo en dirección al recibidor. Estaban todas las puertas abiertas, de modo que se veía a la perfección el comedor. Una de las ventanas estaba abierta, por donde penetraba una luz azul, la luz de la noche, y ligeros copos de nieve que iban a parar a un manto blanco de agua helada bajo la ventana abierta. Supuse que el crujido de la madera se debía al cambio de temperatura. Corrí hacia el comedor y, saltando el charco de nieve, cerré la ventana, la culpable de que mi casa se convirtiera en un iglú en lo que a temperatura se refiere. Corrí la cortina para eclipsar la luz que se colaba por la ventana y algo que me pareció ver de reojo me obligó a abrir de nuevo la ventana. Asomé la cabeza a la calle y miré al vacío, entonces le vi bajo la luz de una de las farolas de Republica Argentina: el mismo hombre que me visitó dieciseis años atrás y del que tanto me acordaba, Swallen Trown.